Bajo las estrellas, Jacob colocó una piedra que le sirvió como cabecera, recogió su manto sobre él y se acostó a dormir. Después soñó.
En su sueño, Jacob vio una gran escalera de piedra que se extendía hasta el cielo. Unos ángeles subían; otros ángeles bajaban. En medio de los ángeles estaba el Señor mismo.
Este es el verdadero milagro que produce hoy ver el misterio del Cristo del Buen Fin salido de las manos de Darío Fernández. Te conecta directamente con el cielo y te hace dialogar con el misterio con mayúsculas. El juego de miradas y escaleras en la escena hacen visible contemplar el sueño de Jacob hecho realidad. Ese cielo que dice el Evangelista se nubló, ese abrirse los cielos del que bajan y suben ángeles en palabras de Jacob. Es el milagro de la vida que ya asciende y que es vida y resurrección a la vez. Es el verdadero buen fin. Todo un sueño, o más bien una realidad, que cabe plena y completa en los ojos de Nicodemo…
La escalera de Jacob es un símbolo de la comunicación de Dios con la tierra, con nosotros. Y cabe en una mirada. Cabe también en tus ojos, en tu mirada. Ya lo dijo un famoso escritor irlandés, no describimos lo que vemos, vemos lo que describimos. Porque tus ojos saben ver más allá. Todos lo hacemos. A veces con interpretaciones, a veces con metáforas y palabras que describen la hondura de la vida que vivimos y contemplamos. Jesús hizo lo mismo. Nos dio una nueva perspectiva desde la que interpretar y describir la vida. ¿Quiénes son realmente los últimos? ¿Quiénes los mayores? ¿Quiénes los amigos, familia o prójimo?
El giro de 180 grados es aun más claro y visible en su propia muerte. En saber que no es un final trágico, sino una puerta que gira hacia la vida eterna y la resurrección. Ese sudario que porta Arimatea y que, dentro de tres días, volverá a ser una tela que quede de nuevo en manos humanas, sin cuerpo dentro…
Probablemente esa mirada mucho tenga que ver con la riqueza interior, personal, espiritual… Unos ojos que también pueden volverse a ese interior cuando los cerramos y oramos. Así se nos muestra en el misterio María Magdalena. Con sus ojos entornados, descalza, consciente de que pisa tierra sagrada: ese amor más allá de lo habitual que dio Jesús.
El Señor respondió a Samuel: No mires a su parecer, ni a la altura de su estatura, porque yo lo desecho; porque no es lo que el hombre ve. Porque el hombre ve lo que está delante de sus ojos, mas el SEÑOR ve el corazón.
Ella también abraza la cruz, pero a sus pies. Donde se clava a la tierra. Su gesto nos recuerda también cuan anclado a la tierra, a nuestra realidad, está nuestro Dios. Cuan anclado a la tierra es su mensaje, su manera de hablarnos, su modo de vivir y hacer, de tocar a los que lo necesitan, de girar su mirada hacia quien parece se tuerce…
Por último, a nuestro entender, a nuestros ojos, el misterio del Buen Fin es también una invitación a ocuparse de las cosas de Señor. Y de manera urgente. Esos discípulos de Jesús necesitaban hacerse cargo de su cuerpo porque llegaba el Sabat.
Después de esto, José, el de Arimatea, pidió permiso a Pilato para llevarse el cuerpo de Jesús. José era un seguidor de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos. Pilato le dio permiso, y José fue y se llevó el cuerpo. También Nicodemo, el que una noche fue a hablar con Jesús, y llegó con unos treinta kilos de perfume de mirra y áloe. José y Nicodemo, pues, tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas empapadas en aquel perfume.
Con miedo o no, dando la cara o no, se trata de la tarea más sagrada. Ocuparnos de que todos, aquí en la Tierra, disfruten ya de un Buen Fin, que es la mejor vida posible.
Así lo proclaman los ángeles que también suben y bajan del maravilloso palio de la Virgen de la Palma. ¿No los ves? Cierra los ojos, sueña como Jacob, que también sintió el “no te abandonaré”. Una certeza que te hace despertar, levantarte y ponerte en camino.